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viernes, 3 de julio de 2020

Los copistas en la antigüedad y la Edad Media : Grandes joyas de la literatura reproducidas antes de la llegada de la imprenta.

  

 

 

            Previo a la imprenta , la reproducción de literatura era una gran tarea intelectual y física mayormente a cargo de los monjes en los monasterios medievales
No obstante sabemos que la historia de los copistas comienza en Grecia y más tarde continua  en Roma, donde el señor feudal ordenaba  copiar a sus esclavos cualquier libro destinado a su biblioteca particular. Pero en la Edad Media esta función pasa a manos de los centros monásticos, donde los monjes eran los encargados de reproducir los libros, copiándolos .



            Los monasterios se convirtieron en depositarios del legado escrito de la Antigüedad y con la caída del Imperio Romano de Occidente, la actividad cultural en Europa se redujo drásticamente, los ataques bárbaros arrasaron con las bibliotecas.

            Grandes  joyas de la literatura antigua se perdieron y  no siempre ni en todas partes se ocuparon de hacer copias  de las obras que se fueron conservando.  Al principio las funciones relacionadas a la conservación y copia de las obras literarias las asumían las antiguas escuelas de retórica, y por las escuelas catedráticas de las ciudades en decadencia.  Más adelante los monasterios se hicieron cargo totalmente de esa tarea, hasta el resurgimiento cultural del Siglo XII,  cuando se le unieron las universidades.  Por lo tanto, la institución más significativa en la transmisión de la cultura durante la Alta Edad Media fue el monacato.    

            Copista es la palabra que designa a una persona que reproduce libros a mano. De ahí su sinónimo, amanuense.  Es además la persona que tiene por oficio copiar escritos u obras literarias ajenos, en especial la que se dedicaba a ello antes de la invención de la imprenta: "la copia de un libro cristiano le llevaba a un monje prácticamente un año, mientras que un copista musulmán podía hacerlo en un par de semanas"


             copias de los libros se realizaban en el scriptoriu,  especie de mesa diseñada en las que los libros eran copiados, decorados, encuadernados y conservados.  Las principales herramientas que utilizaba el copista eran: penna (pluma), rasorium (raspador), atramentum (tinta) y pigmenta (colores para iluminar).

 

            Fue durante la transición del periodo clásico hacia principios de la Edad media que la Iglesia comenzó a preocuparse seriamente por la conservación la literatura.  A través del medioevo los monasterios y las abadías tuvieron un rol principal en la transmisión de la cultura occidental, en la colección, traducción y difusión de los textos fundamentales.  Se les reconoce una labor excepcional al transmitir el legado filosófico y cultural de las civilizaciones griega y romana.  Las obras literarias y los manuscritos de un mundo desaparecido pudieron permanecer, a pesar de las invasiones bárbaras de finales de la Edad Antigua

            La labor de los monjes consistía en conservar las copias de los textos importantes, traducirlos del griego, árabe, hebreo, entre otros, en un lugar destinado a tales fines  .  Los monjes ya copiaban códices desde hacia mucho tiempo, pues la copia no formaba parte de la regula benedictina.


            Entre las ocupaciones principales estos se encargaban de conseguir códices para la liturgia, la lectio y la lectura detallada de la Biblia, según fueron estableciéndose nuevos monasterios cobró importancia el copiar textos.  Los monasterios orientales eran más conservadores y copiaban una y otra vez las obras de los padres de la Iglesia, mientras que los occidentales frente a la tradición grecolatina eran más creativos.  Hasta el año 1200 la mayoría de los libros eran religiosos, como porciones de la Biblia, Biblias y los salterios o salmos.  Sus bibliotecas eran enormes y repletas de volúmenes a manuscrito 

            Para poder llegar a ser un copista, los monjes experimentados debían  pasar por un entrenamiento que comenzaba  desde muy pequeño. Sin embargo, su labor era muy dura y muy repetitiva, pues un copista con gran experiencia era capaz de escribir entre dos y tres folios por día, y una obra completa era trabajo de varios meses. Solían sufrir a la larga de dolores de espalda, dolores musculares, dedos entumecidos y dolores de cabeza, por forzar la vista por la escasa iluminación de los monasterios medievales. 


            Pasaban largas horas de trabajo, y sacrificios; algunas anotaciones hechas en las paredes y en los códices reflejaban las preocupaciones y el ánimo de algunos copistas.  Estas anotaciones versaban: “Si alguno se lleva este libro, que lo pague con la muerte, que se fría en una sartén, que lo ataquen la epilepsia y las fiebres; que lo descoyunten en la rueda y lo cuelguen”; “Tres dedos escriben... todo el cuerpo sufre"; “Tengo frío”.             Los libros estaban copiados generalmente en piel de ternera que pasaban por un sencillo procedimiento: eran lavadas y remojadas por un periodo de diez días en una mezcla de agua con cal. Luego de este tiempo, eran lavadas nuevamente y raspadas para eliminar los rastros de pelo y por último se alisaba con yeso y piedra Pons.  Tan solo un libro de 340 páginas requería al menos de 200 pieles. Estos libros deberían  ser comparado con una  verdadera obra de arte… Así que podemos hacernos una idea del arduo trabajo que significaba copiar un ejemplar.

            Completar un manuscrito era una tarea muy dura, pues los copistas tenían que escribir la semana entera durante todo el día por tal motivo y posición el escribiente  tenía grandes molestias. Dado a que era un tan tormentoso el de copiar tal cantidad de libros y más aquellos que contenían gravados que por su multiplicidad de figuras parecían una obra de arte. Debió de ser cansado, pero  debe ser gratificante  la sensación de terminar un libro completo  de gran  satisfacción  el ver una obra terminada. Pero también tenía su parte positiva, gracias a su trabajo la humanidad dispone de verdaderas joyas que han perdurado y perdurarán a lo largo de los siglos. Se le agradece su arduo trabajo que permitió conocer la grandeza de la sabiduría de la antigüedad.

            La vida de un monje en la Edad Media se centraba sobre todo en la oración y la observancia religiosa. Desde el primer servicio del día a las últimas oraciones de la noche, cada periodo de 24 horas seguía el mismo patrón. Los monjes se reunían cada día para discutir los asuntos internos, incluidas las cuestiones de disciplina, los problemas en el monasterio y las noticias del mundo exterior que afectaban a la comunidad, como por ejemplo la muerte de un rey. Después salían a comer, cosa que hacían escuchando algún pasaje de la Biblia.



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